martes, 15 de septiembre de 2009

Bucles a cuatro manos.

Todos apilamos historias que solo son válidas si se cuentan muy, muy bajito. Que se guardan en dosis de taza de té, bajo llave y entre secretos. Sabes de qué hablo. De nuestro exhibicionismo. De ti desnudo y de mí sin ropa. De cómo me paso por los forros de las sábanas poner intermitentes en los cruces de tus piernas. Lo que escondo tiene ese olor tan...tan tuyo. Sí, eso es. Tacto, olor. Cerrar los ojos y mecer la nuca hacía atrás. Agarrarse del pelo y volatilizar el entorno. Atarnos las caderas y desabrocharnos la blusa. Sabor a mezcla de caricias. Probarse y que las papilas gustativas se marquen una de esas de bailar agarrados. Apretarse hasta ser uno aunque fuera haga un calor aplastante. Respirarnos. Llegar muy cerca, por fuera y por dentro. Tanto que mientras nos dejamos llevar, tocamos nuestras almas con la punta de los pies. Trepar por tus costados, que tus labios hagan slalom por mi cuello y bebernos a morro. Que las respiraciones se aceleren y seducirnos otra vez como si fuera algo nuevo, como si fuera la primera ocasión. Aunque, en realidad, nos conozcamos tanto que con una mirada se escriba toda nuestra historia y la almohada se ponga colorada. Hablarse a golpes de respiración y guardar las noches en las que me envuelvo tanto en ti que parece que a la cama le sobran más centímetros que de costumbre. Guardar tus palpitaciones. Tus revueltas. Ver. Tocar. Electrizarse. Humedecer. Volvernos inesperados y dejarse la vida en luchas de muelles y piel.

¿Cuántas partidas te has echado sobre mi vientre?
¿Cuántas veces me dejé ganar?

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